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UN GATO CON SENTIMIENTOS
A veces me siento a llorar porque me pesan las penas del mundo. Así no más, sin  un porqué.
Sólo porque me duele el alma y no halla consuelo.
Sólo porque no hay justicia que haga honor a la balanza.
Y así me puse a llorar sin consuelo cuando atropellaron al gatito negro sin que yo pudiera evitarlo. Sin que nadie pudiera evitarlo.


Un híbrido de esos que no hacen ruido, ni tan siquiera para la fina oreja de un felino.
Le pasó de costado sin verlo y el gato sin oírlo.
Quedó herido de muerte en el centro de la calzada, desangrándose, irremediablemente mutilado,
Quejoso entre estertores.
Y mientras yo hipaba sin consuelo, contemplando la escena y sin saber qué hacer para acortar su agonía, llegó el gato pardo, ese que siempre anda suelto por ahí, sin dueño ni techo, pero ya sabio por los muchos años de vagabundeo que le han hecho rey de las calles de su barrio.
Se plantó frente a mi, el gatito sobre una estela roja en aumento entre ambos, y se puso a llorar.
Yo nunca había oído llorar a un gato. No maullaba, lloraba.
Ambos contemplamos impotentes el cuerpecito contorsionado por los estertores sin dejar nuestro llanto.
Y sin que nada pudiera impedirlo el gato vagabundo, rey del barrio, con un salto preciso y certero apresó con una única dentellada el cuello del moribundo y acabó de una vez con su sufrimiento. Fue tan veloz que apenas pude reaccionar y, antes siquiera de que el mensaje visual cobrara sentido en mi cerebro, de procesar lo que verdaderamente había sucedido, el salvador se aproximó a la cola del atropellado y levantó sus cuartos traseros con el morro una y otra vez hasta comprobar la eficacia de su intervención.
Luego regresó a su anterior posición, al costado del difunto, y ambos seguimos llorando.

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