Etiopía ¿el puente de Dios?

La imagen que tenemos de Etiopía es la que nos transmite la televisión cuando hay hambruna. Una tierra resquebrajada por la ausencia prolongada de lluvias, unos niños con el vientre hinchado o con la piel pegada a los huesos, las moscas posadas en los ojos, mirada de tristeza, de vacío de desinterés por la vida. Pero hay otra Etiopía, la de la mítica Reina de Saba, que no defrauda al viajero curioso y le conduce por una tierra de ricos contrastes, múltiples etnias y extraordinarios paisajes


El camino que separa la capital de Etiopía, Addis Abeba, de Zeway, ciento sesenta y tres kilómetros al sur, por una carretera de Dragados siempre en reparación por el intenso tráfico que sufre de toda especie, incluidas vacas, burros y camellos, no cambia la única imagen que tenemos del país al llegar, a pesar del magnífico aspecto del edificio del aeropuerto. Era de madrugada y un frío casi agradable nos recibió después de más de veinte horas de viaje. Aún nos quedaban dos más por delante hasta llegar a la misión salesiana. Una voluntaria me esperaba y me reconocía al instante y nada más pasar los tramites de visado partíamos.

Etiopía, uno de los cinco países más pobres del mundo, con una renta anual per cápita de 200 dólares y con el 70% de sus mujeres mutiladas genitalmente, presume de ser el único país de África que no ha sido colonizado. Sólo los italianos se aposentaron el tiempo suficiente como para construir la única vía férrea que existe y que conecta, con un solo tren, la capital con el puerto de Djibouti en la costa del mar Rojo. Esta independencia, junto con su creencia de ser los verdaderos depositarios del Arca de la Alianza y descendientes directos de la estirpe de David, hacen del pueblo etíope una raza orgullosa, altiva. Dice una de las leyendas que la Reina de Saba, Azieb, quiso conocer al afamado Rey Salomón y que él se enamoró perdidamente. De su unión nació el primer rey de Etiopía, Menelik I más tarde llamado David II.

En la misión me esperaban despiertas las monjas a las cinco de la madrugada y a las diez de la mañana me incorporaba a la misa católica que se celebra los domingos en la lengua oficial de Etiopía, el amárico, en la iglesia de la misión. Es como uno cabría esperar de un edificio en un lugar como ése, circular, como una enorme choza, solo que la de allí está construida con buenos materiales y no sólo adobe. A ella acuden etíopes católicos. Apenas suponen el 1 por ciento de la población nacional y el resto se dividen casi a l 50 por ciento entre musulmanes y cristianos ortodoxos.

Los etíopes son un pueblo hermoso, como lo es su tierra, esbeltos, de largos cuellos y profundos ojos negros, de piel oscura y rasgos casi occidentales, más árabes que negros. Llegan a la iglesia vestidos con sus mejores ropas, tal vez las únicas que posean. La mayoría de las mujeres se sientan a la derecha. Los bebés se hacen pis en los pasillos, las madres se sacan el pecho, carente de ropa interior y en muchos casos también de leche, y lo hacen en cualquier momento, para acallar un llanto, una inquietud aunque solo sea, muchas veces, como un chupete.

Después del almuerzo comienza la preparación del “Oratorio”, como llaman las salesianas a las actividades que organizan los días de fiesta con juegos para entretener a los niños y niñas de párvulos y a las alumnas de primaria. Carreras con latas de agua sobre la cabeza, juegos de bolos pero con botellas de plástico vacías… La imaginación de las monjas y el aprovechamiento de los materiales y objetos disponibles sean los que sean, no tiene límite, como no lo tiene su entrega.

Decenas de ojos se posan sobre mi. Soy la nueva “faranchi”. Así es como dicen en amárico la palabra inglesa “foreign” (extranjero). Decenas de manecitas pelean por agarrarse, colgarse, de las mías y tengo que evitar una reacción inconsciente de retirarlas. Están sucias, ásperas, como sus diminutos dueños, con los mocos colgando, pese a que las hermanas les enseñan a sonarse y todos llevan un pañuelo cosido al bolsillo. Algunos están descalzos, con ls ropitas rotas debajo de los preciosos babis de algodón fucsia, verde, azulón, amarillo que las monjas les han mandado hacer en sus talleres de la escuela de corte y confección. Esos mismos colores les sirven luego a las maestras para organizar a los niños cuando van a entrar en clase, haciendo filas monocolor, o para clasificarlos en los juegos.

Estos niños y niñas son la élite de Zeway, con una población de unas sesenta mil personas. No porque sean ricos, de hecho muchos de los niños escolarizados no pueden pagar el bir (0,1 euro) que cobran al mes las salesianas para que las familias se acostumbren a hacer un pequeño esfuerzo y también para que valoren lo que reciben como algo no gratuito. Son la élite porque van más o menos limpios pues las duchas de la misión también se abren los domingos, y van más o menos vestidos y calzados y tienen la posibilidad de estudiar para salir un día de la miseria. Son los privilegiados.

¡Pero aún queda tanto por hacer! Solo unos meses atrás el comedor de la misión daba una media de cinco mil comidas diarias: fafa, una papilla parecida a la maicena, enriquecida con vitaminas. Las hermanas, sister, como las llaman a ellas y a todo blanco que pase por la calle sea hombre o mujer aunque nada tengan que de religiosos, saben desde su fundación que la educación es lo único que hace libre a un pueblo de elegir su destino. Esta es una rara libertad en Etiopía. Pero mientras ellas educan a los más de mil quinientos alumnos desde párvulos hasta el tercer grado de la escuela tecnológica de informática o el segundo grado de corte y confección, dan de comer a los que si hoy no lo hacen mañana estarán muertos.

En mi primera salida a los poblados que circundan la misión llegamos a Boromo Wilicho.Las hermanas están orgullosas, con razón, porque todo el poblado ha sido alimentado en la misión y salvado de la muerte. Al ver llegar el Land Rover todos salen a recibirnos: sister, sister, repiten niños y adultos mientras tironean de nuestras manos colgándose de ellas y empujándose unos a otros en busca del puesto más cercano para caminar a nuestro lado. Eso es lo único que de momento puedo hacer por ellos, dejar que impregnen mis pulcras y blancas manos con su miseria y responder a su sonrisa con otra mayor.

El poblado, como la mayoría, consta de chozas de adobe con troncos de madera colocados horizontalmente para trabar la mezcla de paja y barro. Están dispersas entre las características acacias africanas de pobre follaje que se asemejan a un paraguas abierto. Los bajos de las chozas hay que remozarlos cada año si llueve porque el agua arrastra el adobe de la parte inferior y va minando la base hasta hacer peligrar la estructura. Sin embargo en esta zona la lluvia es un bien escaso. El suelo comienza a verdear pero tan escasamente que ni una cabra puede alimentarse y es frecuente verlas trepadas en las acacias intentando alcanzar las hojas más bajas. Pero tampoco importa el verde. Muy pocos tienen animales. Sólo hay un ternerito tembloroso en una de las chozas de Boromo. Esa es la mejor cuenta corriente y la única que vale cuando hay sequía.

Pero Boromo Wilicho es un poblado afortunado no solo por haber sobrevivido a la hambruna de hace unos meses, sino porque además las salesianas han construido un pozo para que nunca más la sequía pueda atentar contra sus vidas. Un pozo de unos cincuenta metros de profundidad cuesta alrededor de seis mil euros. Pero el agua solo se encuentra tan superficial cuando la distancia que separa al poblado del lago no es muy grande. En cuanto nos aproximamos a las montañas el agua puede hacerse esperar hasta los doscientos metros de profundidad y entonces el pozo cuesta siete, ocho, diez veces más. Entonces el rugir de la perforadora tapa los cánticos de las mujeres pidiendo que llegue el agua.

El sueño de estas mujeres es el mismo que el de las hermanas: que se construyan pozos y escuelas por doquier. Y eso es lo que las salesianas vienen haciendo desde hace medio siglo que llegaron al continente africano.

La palabra pozo en los países sin desarrollar donde la sequía es una constante, significa muchas cosas. Significa empezar a liberar a las mujeres de una existencia más parecida a la esclavitud o a la vida de los animales que a la de los humanos. Ellas son las mutiladas, las prostituidas, vendidas o en el mejor de los casos entregadas en matrimonio cuando todavía no han tenido su primera menstruación. Ellas son las que caminan una, dos, tres horas diarias para conseguir agua de beber mientras sus esposos, sus dueños, si es que no las han abandonado después de contagiarlas y preñarlas cada diez u once meses, parlotean y deciden lo que hay que hacer en el kabele (agrupación de chozas menor que un poblado pero con organización jerárquica propia). Pozo significa al menos una cosecha al año, poder sobrevivir, tener un animal, y si además el pozo ha de ser tan profundo que es preciso que tenga un generador para bombear el agua, significa que ha sido mucho más caro pero que también podrá construirse un molino para el grano. En Zeway sólo hay uno y las mujeres acuden a él desde distancias de más de cuarenta kilómetros.

Zeway cuenta con un inmenso y hermoso lago, pero no hay canalizaciones de agua. Una sola calle asfaltada atraviesa el pueblo, es la carretera que conduce hasta la frontera con Kenia. Un conjunto de chabolas de adobe con techo de uralita conforma la mayor parte del conjunto “urbano”. Sin agua corriente, sin electricidad más que en algunas calles, sin alcantarillado, a veces sin permiso de construcción. A estas últimas les llaman Moon houses (Casas Luna) porque se construyen durante el periodo en que la luna les permite ver por la noche y así no piden permiso ni terreno donde construir. La imagen de niños y adultos haciendo sus necesidades en las calles es habitual y la palabra higiene carece de significado para la mayoría.

La misión es el oasis. A ella acuden los que tienen hambre o están enfermos, siempre mujeres con sus bebés. Se les hace el seguimiento del peso. Se paga al médico si han de visitarlo y en ese momento no hay ningún voluntario cualificado para el diagnóstico, casi siempre igual: yardia, malaria, avitaminosis, gracoma, edema por malnutrición... Se les suministran las medicinas recetadas, se les alimenta durante el tiempo necesario entregándoles una cartilla con la que si pueden hacen trampa y come más de uno. Se paga el alquiler de la chabola si ellas no pueden hacerlo.

Rosa tiene siete hermanos. Ella, la mayor, con unos doce o trece (es una falta de educación preguntarles la edad), se ocupa del pequeño que aún no ha cumplido el año y de la que le sigue con menos de tres. Tiene los anticuerpos del VIHS. Su madre tiene SIDA muy avanzado. Llegaron cuando la última hambruna y ya no se han marchado. Las hermanas mantienen a toda la familia pues el padre les abandonó después de “fabricar” al último vástago. Los más pequeños están escolarizados con las hermanas pero Rosa se sale de la edad y aunque no fuera así nunca ha recibido instrucción y no podrían escolarizarla ni siquiera con los que están en primaria. Hasta que encuentre un trabajo que le permita seguir cuidando del bebé y de sus hermanos, habrá que hacerse cargo de esta familia. Si Rosa tiene suerte podrá entrar a servir en alguna casa. Tal vez la fortuna le sonría y consiga ganar 20 bir (2 euros) al mes. Pero el alquiler de su chabola de menos de 20 metros ya cuesta 40 bir al mes y dos kilos de tomate un bir.

Pero Etiopía no es una olvidada del cielo, tan solo de los hombres y en todo caso víctima de la mezquindad capitalista que hace de este rincón del Cuerno de África su estercolero particular. Allí se envía todo cuanto no tiene cabida en los países desarrollados: puertas que no encajan con picaportes que no cierran, duchas y cisternas que no conducen el agua por los circuitos que deben, ropa recogida de contenedores…

Unas tres veces más extensa que España, Etiopía hace gala de un paisaje cambiante. Su belleza natural y su patrimonio histórico aún no han sido adecuadamente explotados. Hermosos parques naturales, inmensos lagos algunos en la boca de un antiguo volcán, exóticas aves y animales ya extinguidos en otras zonas del planeta, etnias aún no contaminadas por la civilización como los Mursi cuyas mujeres son famosas por lucir como signo de belleza en boca y orejas discos de arcilla. Inmensas plantaciones de café, plátano, papaya, algodón, dan contenido a los paisajes. El recorrido por el magnificente valle del Rift nos devuelve a la memoria los tiempos de Lucy, así llamada porque su descubridor estaba escuchando cuando la encontró la famosa Lucy in the sky de los Beatles. Su esqueleto es el más completo encontrado hasta ahora de un homínido de más de tres millones de años de antigüedad. Los templos de Lalibella, literalmente excavados en la roca, han sido declarados por la UNESCO patrimonio de la humanidad y se considera que son la octava maravilla del mundo. El país posee además una rica industria textil y del cuero así como algo más que indicios de poseer yacimientos petrolíferos.

De toda esta riqueza podrá disfrutar un día el bebé al que yo llamé Puente de Dios cuando vi la fotografía que le hicieron las hermanas al llegar a la misión con menos del 60 por ciento de su peso y habiendo perdido incluso el color propio de su raza por falta de melanina. Puente de Dios está ahora limpio, reluciente, gordito, como corresponde a sus diez meses. Una familia de acogida a la que las hermanas pagan su manutención lo tendrá hasta completar su proceso de adopción que ya ha comenzado. Puente de Dios es la imagen de ese monte del que yo tomé el nombre que está a 500 kilómetros al sudoeste de Addis Abeba. Un monte que sirve de unión a dos lagos muy diferentes, como la vida de este niño antes y después de llegar a la misión en brazos de una caritativa vecina de su madre, muerta durante la última hambruna. El lago a la izquierda del monte desde el mirador del hotel Bekele Molla se llama Abaya y sus aguas son de color chocolate, como la piel de Puente de Dios, y son tranquilas y remansadas, como será la vida de este niño en adelante. A la derecha del monte se encuentra un lago muy distinto del Abaya. Es el lago Chamo. Sus aguas están infestadas de cocodrilos, dicen que los más grandes de África. Sólo los pelícanos conviven en paz con ellos. Así prometía ser la vida de Puente de Dios, si hubiera sobrevivido, de no haber llegado a la misión salesiana.
PD. Si quieres ayudar no necesitas ir a Etiopía. Ayuda a tu vecino, a tu hermano, pero si deseas echar una mano a esta gente puedes contactar con la Embajada Española en Addis Abeba y si tu preferencia está con las salesianas
www.salesianas.com