El Roscón 2009


Hoy mi casa olía a chocolate y a velas. Todavía en zapatillas me sorprendió la primera llamada al portero automático, que nunca entendí por qué se llama así si yo tengo que abrir a quien entra y la puerta ha de ser empujada por alguien.

La fiesta del Roscón va a quedar desde este año perpetuada. Esta vez el chocolate era colombiano, de excelente calidad y no porque fuera de comercio justo sino por su orígen no tan conocido como cuando se trata de café.

Como siempre me pasé en las cantidades, no me gusta que falte aunque me gustaría que tampoco sobrase. Pero mañana habrá más gente para compartir restos así que no me preocupo.

Por la mañana dispuse la mesa, la blanca mantelería bordada a mano por las monjitas donde estudió mi madre, los platos de merienda, los pocillos para el chocolate, las cucharillas de plata, los centros con velas que iban a dar ese toque hogareño imprescindible en un encuentro del alma. Elegí la música con la que iba a recibir a mis invitados, a mis amigos, por desgracia no todos por cuestión logística, elegí Schuman, el concierto para piano en mi menor Opus 54 que me había grabado mi amiga Marian después de escucharlo juntas en el Auditorio de Madrid. Repartí velas por toda la casa y recogí algunas cosas que siempre tengo por en medio: el bolso en uso, revistas sin acabar de leer o sin empezar siquiera, para no dar la impresión de caos. Odio el desorden casi tanto como ordenar así que mantengo un pulso a diario en el límite de lo que soy capaz de soportar en ambos sentidos, pero cuando tengo gente en casa, cuando “recibo” como se decía antiguamente, entonces me esmero en que no haya nada innecesario por en medio sin renunciar a mi confort cotidiano en el que hay objetos como el ordenador y su funda que forman parte de "la decoración" sin que yo lo considere desorden.

Dieciséis personas es más de lo que admite mi salón pero muchas menos de las que me hubiera gustado, pero no sé cómo sucede que cuando organizo algo así, con gente a la que quiero, acaban aprovechando el espacio y nadie se decide a subir a la segunda planta de mi duplex si no es para echar un cigarrillo sin necesidad de pedir permiso a los demás. Es como si necesitaran de ese calorcito compartido.

Casi todos han ayudado a partir el roscón, a servir el chocolate… se me amontonaba el trabajo de subir y bajar las escaleras con los abrigos que no cabían en la entrada, abrir la puerta y atender a los que habían llegado primero, pero también eso fue encajando.

Las conversaciones fueron acoplándose y cuando todos estuvieron servidos me senté a compartir su compañía. Me daba lástima no poder participar de todas y oía retazos que despertaban mi curiosidad, a veces alguna voz más alta en el fragor de algún debate seguramente no vital, pero en la vida siempre hay que elegir y abandonar así que me quedé pegada a un grupo que debatía sobre los pocos cambios que sufrirán los Estados Unidos pese a su flamante y “revolucionario” presidente Obama.

En realidad no me hacía falta participar de ninguna conversación porque el mero hecho de tener a un nutrido grupo de amigos en mi casa, mi nido, ya constituía de por sí un regalo y el poder agasajarles un placer con cuyo sabor me retiré a la cama pasadas las 2 y media de la madrugada tras haber recogido todo envuelta por la melodía de Los niños del coro que Luis me había regalado.