Presentaciones

Se sentaron el trío autor, el presentador, el prologuista y el académico, todos en fila de cara al público, como mandan los cánones. Cada uno parapetando su timidez tras el micro. Todos con su chuletilla, con poco de diminutivo. El público tosió y se movió pasados los primeros minutos de absoluto silencio. En el estrado intercambiaron miradas, manosearon sus papeles y por fin arrancaron.

Allí arriba se pasaron la palabra unos a otros, casi casi como en un partido de pelota, invocaron a Azorín y a otros coetáneos , tildaron al trío autor de la obra presentada de tardíos noventaiochescos, y ellos, entre tanto ir y venir de elogios, mudos, sin asentir ni negar, como si no fuera con su obra. Y a mi me entraron ganas de escribir porque siempre fui rebelde y me gustó invertir papeles y situaciones, y me divertía la idea del espectador que se hace protagonista del relato en el que las verdaderas estrellas son los autores de la obra presentada. Como en la película de Woody Alen “La rosa púrpura de El Cairo” donde los personajes salen de la pantalla para mezclarse con el público y ya no se sabe qué es ficción y qué realidad, todo ello dentro de otra ficción.

Yo quería romper el rito, más que un antojo era un sentimiento visceral que me arrastraba aunque yo también fuera mudo testigo. Observaba sus tics, su tedio y sus ganas de que la página de presentación pasara para dejar de ser “narrados” por el presentador y por el prologuista y por el académico y convertirse por fin en verdaderos protagonistas, pues seguro que en algún momento les darían la palabra a ellos tres para que cada uno leyera uno de sus cuentos y, entonces sí, serían el centro de atención, como lo eran a su pesar sus dignas calvas coronadas de indignos cabellos haciendo la toga para ocultar lo inocultable.

Pero no, no hubo tal protagonismo y el ciclo de palabras se cerró sin dar paso al orgullo, como debe ser.

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